EL NUEVO MUNDO

La geografía mítica o cuando la exploración se mezcla con la leyenda 

Exploradores griegos: el nacimiento de una geografía mítica

 A su regreso del primer viaje, Colón se presentó ante los reyes en Barcelona y ofreció algunas muestras de lo que había encontrado en el Nuevo Mundo. Regaló a los reyes unos loros, un pavo, guindillas, frutas, unas muestras raquíticas de oro y un nativo antillano absolutamente desconcertado..

Podemos imaginarnos el cabreo que debería tener Fernando el Católico en esos momentos. El tratado de Alcaçovas, por el cual se había negociado con Portugal que las naves castellanas no pasarían del paralelo de Canarias, había saltado hecho pedazos. La política de casamientos con la familia reinante en el país vecino se había ido al carajo  y había un riesgo alto de guerra, como si no hubiera ya pocos enemigos... El desembolso realizado para financiar el viaje había sido importantísimo para la época. ¿Y qué le traía ese cuentista? ¡Pajarracos de colores! ¡Tenía que haber hecho caso a la junta de geógrafos de La Rábida! ¡Ya podía estar largándose y que no se le ocurriera volver sin haber encontrado nada interesante!

El enfado de Fernando era comprensible si tenemos en cuenta las expectativas depositadas en el viaje. En Europa se conocía, desde hacía más de un siglo, el relato de Marco Polo, que había visitado el fabuloso reino de Catay, un lugar en que los chinos prendían fuego a unas piedras negras, pagaban con papeles y cocinaban unos extraños hilos de trigo que habían tenido muy buena acogida en Italia: spaggetti los habían llamado. Ese era el objetivo que se había fijado Colón.

Fernando no fue el único de aquel tiempo que se llevó chascos. Un elemento que estuvo presente durante el proceso de expansión europea fue una imagen mítica de las tierras desconocidas, una imagen que mezclaba lo fabuloso con lo terrorífico.

Durante la Edad Media, en Europa se tenían noticias de muy pocas partes del mundo, mucho menos que las que tenían los chinos o los árabes.

En el siglo XIV, el explorador de Tánger Ibn Battuta había visitado Kenya, Sumatra, Malasia, Vietnam  y China


 Y, en el siglo XV, el almirante chino Cheng Ho, a bordo de un gigantesco junco, con huertos cultivados sobre su cubierta, había navegado el Mar de China, el Golfo de Bengala, el Mar Arábigo, el Golfo Pérsico, el Estrecho de Ormuz y había alcanzado más allá del Canal de Mozambique. 

 

Como parece que era la costumbre cuando no se encontraba joyas ni metal precioso, el almirante Cheng Ho cargó muchos bichos raros para regalar al emperador: una cosa con el cuello muy largo, una especie de cerdo grande con un cuerno en la nariz y cosas así...

Mientras, en Europa, la imaginación suplía la falta de conocimientos. El geógrafo griego Heródoto menciona un continente fabuloso en las tierras del norte, habitado por los hiperbóreos. 


  Heródoto era escéptico sobre su existencia, pero había gente en la isla de Delos que aseguraba haber visto hiperbóreos, de los que contaban que eran inmortales.

En el siglo XIII, Gossuin de Metz publicó un poema en el que describía una Tierra esférica, en la que los antípodas iban con la cabeza hacia abajo. Todo el mundo sospechaba que eso tenía que ser una invención. Es bien sabido que los habitantes de Antípoda tenían que ser gente con la cabeza en las piernas.

 

En todo caso, desde la Antigüedad se conocía que la Tierra era una gran esfera. De hecho, el sabio griego del siglo III a.C. Eratóstenes había calculado su radio, con bastante precisión, valiéndose de un palo y una columna (Más información).

En los puertos medievales corrían leyendas de un  Gran Abismo al que se precipitaban los navíos y de monstruos marinos que atacaban a las tripulaciones. El terraplenismo estaba siendo extendido por los  portugueses, que estaban abriendo las rutas del Atlántico y querían disfrutar del negocio ellos solos. Nada mejor que asustar a los competidores con esos cuentos terroríficos. En esta política de engaños parece que estuvo implicada la propia Corona.


Pero también corrían leyendas de islas fabulosas en el Atlántico. San Brendan había zarpado en siglo VI hacia el Oeste, junto con otros catorce monjes irlandeses, con idea de descubrir el Paraíso terrenal. Según la saga, había encontrado un grupo de islas y, cuando desembarcó en una de ellas y se puso a dar una misa en acción de gracias, se dió cuenta de que no era una isla sino una ballena. En Canarias, muchos siglos después, todavía sigue hablándose de la misteriosa isla de Sanborodón, que aparece y desaparece. 


La leyenda de Brendan se confundía con la de las Siete Ciudades de Cíbola. Decían que, en el transcurso de la conquista árabe, siete obispos visigodos se habían embarcado y habían huido hacia el Oeste. Al parecer, habían fundado ciudades cuyos tejados estaban hechos de oro. En el siglo XVI, el explorador Coronado había escuchado noticias de ciudades en la zona de Nuevo México y Arizona: ¡Ya está! ¡Tenían que ser las ciudades de oro! Pues no, eran las viviendas de los indios pueblo, mucho más modestas.

 Colón había viajado mucho. Entre sus itinerarios, había estado en Islandia, donde se contaban las sagas de la exploración de Vinland por los normandos. En las tabernas del País Vasco, los balleneros del lugar, que cazaban en las cercanías de Terranova, también corroboraban que habían divisado tierras. Había conocido marinos portugueses que le juraban que en el curso de sus viajes a Guinea, cuando tenían que tomar un rumbo oeste para evitar los vientos y corrientes contrarios, se habían topado con tierras de vegetación lujuriosa... Colón lo tenía totalmente claro: no había ningún abismo.

Quienes no veían claras las teorías de Colón eran los geógrafos que asesoraban a los monarcas europeos- Colón había visitado a varios en busca de un patrocinador-. Colón tenía una cultura geográfica superficial. Confundía millas romanas con millas árabes, por lo que pensaba que el Globo Terrestre era mucho más pequeño que lo que es en realidad. Esa era la razón, y no por creer en una Tierra plana, por la que no le habían contratado.

 Como otra mucha gente de la época, Colón sólo veía lo que quería ver. Parece que murió convencido de que las tierras que había reconocido eran un archipiélago cercano a Japón y que tenía que haber un estrecho en alguna parte. Américo Vespuccio, después de haber divisado la desembocadura del Orinoco, tenía claro que Colón se había equivocado. Tanta agua sólo podía salir de una gran masa continental... Vespuccio aprovechó para poner su nombre a esas tierras y los Reyes Católicos para arrebatar las concesiones que habían hecho a la familia Colón..

 La exploración del continente americano siguió estando marcado, durante mucho tiempo, por la leyenda. Sebastián de Belalcázar y Jiménez de Quesada, Gonzalo Pizarro y Orellana, Lope de Aguirre y Walter Raleigh exploraron el trópico en busca de El Dorado, la mítica ciudad edificada con oro. Cabeza de Vaca, Coronado y Hernando de Soto exploraron los desiertos de Estados Unidos buscando las Ciudades de Cíbola... Ponce de León exploró Florida porque le habían contado, de buena tinta, que allí estaba la Fuente de la Eterna Juventud...

En el curso de sus viajes, divisaron desde sirenas a las legendarias amazonas guerreras, pasando por Santiago Matamoros, que en los momentos difíciles de la lucha, aparecía para echar una mano.

El sueño americano siguió en pie mucho después de haberse explorado esas tierras.

Para algunos europeos, América era el lugar donde te podías encontrar una montaña de plata. la riqueza fácil y fabulosa, la posibilidad de  vivir de la espada y no del trabajo, y mejor que muchos príncipes.

Para otros, el Nuevo Mundo era el lugar donde construir la utopía. Frailes como Montesinos o Bartolomé las Casas denunciaron los crímenes de la conquista porque creían que los nativos eran seres inocentes, no corrompidos por el pecado, y que allí se podía edificar el Reino de Dios. Las misiones de los jesuitas en Paraguay establecieron algo parecido a una comuna religiosa hasta finales del siglo XVIII.

Los miembros de sectas protestantes que emigraron para establecerse en Norteamérica pensaban exactamente igual: en el Nuevo Mundo podrían establecer sus congregaciones y llevar a la práctica sus interpretaciones del Evangelio.

En los siglos XIX y XX, cuando la tierra no podía alimentar a todas las bocas que nacían, el sueño de Hacer las Indias, emigrar para volver con fortuna a España, llevó a millones de gallegos a la Argentina, Cuba, Venezuela o Brasil. Familias irlandesas se embarcaban para, en las tierras del Oeste, poder disfrutar de una tierra en propiedad, al precio de vivir con el revolver a mano para defenderla.

 

A América la llamaron Nuevo Mundo no sólo porque lo habían explorado más tarde que Eurasia, sino porque encerraba el sueño de un futuro distinto, el lugar donde todo está por hacer y todo es posible.

 














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